Por Jorge Rocha
Twitter; @rochaperiodista / jorgearmando_rocha@yahoo.com.m

Como si se tratara de una obsesión del tabasqueño, las referencias a la historia son permanentes.

El presidente Andrés Manuel López Obrador compara a su gabinete con el de Benito Juárez. En julio pasado ganaron los liberales y perdieron los conservadores, a su parecer. Murió el mal Gobierno.

En su diagnóstico, los conservadores cultivaron privilegios y acrecentaron la desigualdad de la población, recetando e imponiendo una larga y oscura noche de neoliberalismo económico. Llegó el tiempo de prender la luz.

Él mismo ha puesto los parámetros de comparación: Hidalgo, Morelos, Juárez, Madero, Cárdenas. Y cuando hay tantas expectativas, el margen de error se reduce.

Por eso un ciclista le hace ver el mismo día de su toma de protesta que “no tiene derecho a fallarnos”. Más tarde, López Obrador apela a la tribuna: “No me dejen solo; sin el pueblo, no valgo nada”. La petición de un gobernante que habrá de entender que sus seguidores tienen tanta prisa como sus detractores.

Quiere hacer historia por lo que emula a Lázaro Cárdenas, quien como Presidente decidió no vivir en el Castillo de Chapultepec, y desde el primer minuto convierte Los Pinos en museo. Se trata de desmontar el pasado.

Pretende combatir la corrupción desde arriba, barriendo -como insiste hasta el cansancio- se limpian las escaleras. No obstante, su autodenominada y promovida “cuarta transformación” deberá ser no sólo cualitativa, a través de “predicar con el ejemplo” y sobre todo cuantitativa. El nuevo Presidente será sometido al escrutinio a partir del desempeño de indicadores básicos: crecimiento económico, índices delictivos, percepción de corrupción, marginación y desarrollo humano.

Experiencias internacionales de acciones para cambiar “desde arriba” sobran. Entre 1958 y 1961, Mao Zedong prometió un Gran Salto Adelante en China para llevar a su población a un miserable fracaso.

Décadas antes, en Estados Unidos, Franklin D. Roosevelt demostró que tras la Gran Depresión y mediante un New Deal se podía redistribuir la riqueza.

Dentro de su cuarta transformación, AMLO ha avanzado con determinación. Canceló el nuevo aeropuerto para enviar una señal: “El Gobierno soy yo”.

Incluyó en sus invitaciones al repudiado Presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, para dejar claro que su diplomacia será de no intervención. No titubea para actuar.

Su refinería va, su Tren Maya va mediante consultas de democracia participativa que, de no tener certeza en reglas, corren el riesgo de convertirse en frágiles instrumentos de legitimación de decisiones.

¿El mejor de la historia? La interrogante no la podrá responder él, sino nosotros, los ciudadanos. Serán sus frenéticos seguidores los primeros en juzgarlo. El peligro es convertir a un ejército de esperanzados en uno de indignados. No tiene derecho a fallarles.

Hoy está presente la esperanza, y como decía Thomas Jefferson: “A mí me gustan más los sueños del futuro que la historia del pasado”.

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