La soberanía, según cita el doctor Raúl Contreras en su Diccionario Jurídico, se encuentra en la clásica definición de Jean Bodin: es “el poder absoluto y perpetuo de la república”. De igual forma, citando a Rousseau, “establece que la soberanía consiste esencialmente en la voluntad general, pero esta no puede ser enajenada ni puede ser representada más que por sí misma. El carácter inalienable de la soberanía va acompañado de la indivisibilidad”. 

La soberanía se manifiesta claramente en la capacidad del Estado para dictar sus leyes, dirigir su política interna y externa, y en el reconocimiento de su autonomía y autodeterminación en el ámbito internacional, siempre buscando el bienestar y desarrollo de la sociedad. La soberanía se refiere al poder supremo y absoluto dentro del territorio de un Estado por sus raíces super omnia. Este poder supremo permite al Estado organizar su gobierno, administrar justicia, promulgar leyes, y ejercer autoridad sobre su población y territorio.

En tal virtud, existen dos facetas de la soberanía: la interna y la externa. La primera se identifica con la soberanía popular, que hace residir el poder originario, máximo y esencial de una nación; y la segunda, es el poder que tiene el Estado para tomar sus propias decisiones en el concierto internacional de forma autónoma.

Desde las más altas tribunas del poder y las más abultadas transmisiones en Facebook, se han esgrimido una diversidad de mensajes y discursos pro-soberanía por si osare cualquier enemigo limitar nuestra decisión como Estado, señalando en varias ocasiones al embajador norteamericano como un intervencionista.

Sin embargo, el concepto de soberanía en su fase externa como tal, pareciera no ser cien por ciento aplicable en nuestra nación, ya que hace unos meses los Estados Unidos llevaron a México a exigir visados a los nacionales brasileños bajo el argumento de que los ciudadanos de dicho país se internaban en México con la finalidad de trasladarse a la Unión Americana como indocumentados, y a pesar del gran hueco económico que la falta de turismo e inversión brasileña ha ocasionado en Quintana Roo, y en otros estados del país, las restricciones por mandato del vecino no sólo se han mantenido, sino que parecen extenderse a ecuatorianos y colombianos. ¿Y la autodeterminación de los pueblos?

Por si fuera poco, el concepto de la soberanía interna que tanto desgaste como nación nos ha costado con la reforma al Poder Judicial, sin duda tendrá repercusiones en lo exterior ya que, a raíz de la intervención de la Corte Interamericana de los Derechos Humanos, pareciera que impactará de forma directa en los tratados internacionales comerciales que reivindican derechos humanos, o que nos compromete a contar con tribunales especializados para darle certeza a la inversión extranjera.

De momento, al primer llamado de Canadá y de Estados Unidos, México ya se dio cuenta que debe alinearse al sistema comercial internacional y dejar de coquetear tanto con China, ya que el T-MEC puede ser condicionado y México es el más necesitado debido a que, en promedio, el 90 por ciento de sus exportaciones dependen de ello.

Así pues, en el mundo posmoderno la soberanía pasa de fronteras y de lenguajes para centrarse en el consumo. Y si las autoridades nacionales no han llegado a esa deducción bajo el discurso de la soberanía de los 70 que se sigue representando por los caricaturistas de antaño, seguramente vamos a sufrir más descalabros como los recientemente recibidos y estaremos como Penélope en “La Odisea” de Homero, hilando y deshilando ideas que ya no pertenecen al escenario actual.

Hoy, la soberanía se rige por el comercio de mercancías tangibles e intangibles. Como dice Slavoj Zizek en “El sublime objeto de la ideología”: “Hemos de dar el paso crucial de concebir el significado oculto tras la forma-mercancía, la significación de eso de forma expresa. Hemos de penetrar en el misterio del valor de las mercancías”, para determinar el verdadero papel de los elementos del Estado en este juego, ya no de tronos, sino de consumo. Y mientras no entendamos que el Estado posmoderno tiene reglas nuevas, sobre todo cuando se trata de geopolítica, difícilmente podremos transmutar a ser un país desarrollado, y nos quedaremos como el chinito después del jalón de orejas de Trudeau… nomás milando.

Hugo Alday Nieto

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