Recientemente y por un sinfín de motivos que me son esquivos e insondables, ciertos directivos de la máxima liga de baloncesto en el mundo, la NBA, tomaron la decisión de hacer un sorprendente intercambio de jugadores, el cual derivó en que Luka Doncic, la rutilante estrella eslovena, abandonara su hogar en Texas para ahora mudarse a la costa Oeste de los Estados Unidos y ahora jugar junto a LeBron James, su hijo y compañía. ¿Pueden escuchar mi corazón quebrarse?

¿Por qué no ser fan de un jugador, en vez de un equipo? Qué gran pregunta, sin una respuesta concreta. Los equipos son entes que representan a una comunidad de la que uno quiere formar parte, que al final sean dirigidos por insensibles hombres trajeados cuyo máximo interés es el monetario, no es algo en lo que me interese detenerme.

Las personas pueden traicionar y, por supuesto, si aquellos capaces de hacerlo están detrás de las instituciones, más aún, en cuyo caso toca hacer lo contrario a Jordan y no tomarme personal nada de esto. Pero, ¿se puede?

El pasado lunes Luka debutó con el uniforme púrpura y dorado de los Lakers. Intenté verlo, pero luego de los primeros instantes pude percibir en su rostro cierto desazón y, con eso, tuve suficiente. Intuyo que él, como yo y millones de aficionados, no estaba muy feliz con este nuevo estado de las cosas.

Una visita

Al día siguiente fui a ver a mis abuelos con el simple interés de saludarlos. Mi tocayo se tardó un poco en despertar y cuando estuvo listo nos pusimos a escuchar la música de sus recuerdos, “a mí me gusta lo más popular de la música clásica y lo más clásico de lo popular”. Ahí supe que Don Juan venía inspirado.

Le pregunté por un episodio de su juventud y así él sin mayor tapujo se abocó a desempolvar ciertos anaqueles de su memoria que aún no había compartido conmigo. Así me contó del general De la Rosa, combatiente de la Batalla de Puebla que llegó a vivir más de 100 años y a quien de chico le tocó verlo desfilar en cada aniversario de la proeza que lideró justamente un texano: Ignacio Zaragoza.

Su historia me parecía un tanto mítica y al buscar en “mi aparatito” algún dato que confirmase lo que decía mi abuelo, hallé un artículo que me decía que en efecto, lo que me narraba era verdad: “¿Qué necesidad tengo yo de andarte mintiendo?”

Disfruto mucho de aquellos instantes en los que se borran tanto las diferencias generacionales como convencionalismos y se puede simplemente dejar que se exprese por sí sola la conciencia.

No llegamos a establecer cuál era la conexión entre el vetusto vencedor de los franceses y la afamada cantina La Pasita, pero ya lo haremos. Disfrutamos de escuchar algo de Liszt, Verdi, y más de lo que el maestro Blanco les enseñó a él y a sus compañeros a apreciar hace ya muchos ayeres:

“Jóvenes, la ópera es la representación dramática de una obra en la cual los actores en lugar de hablar, cantan”. Quizá por ello luego me animé a escuchar la maravillosa Revolución diamantina de Gabriela Ortiz. Es interesante cómo la mente termina haciendo conexiones imperceptibles; para concluir, en cuanto al tema del esloveno, nada, le deseo todo lo mejor en esta nueva avantura.

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