Estoy seguro de que somos muchos los que a menudo, cuando estamos en medio de una lectura, tenemos un deseo de comunicarnos con el autor, dialogar y resolver dudas o compartir experiencias. Esa maldita costumbre de morir me ha hecho pensar en el irremediable paso del tiempo y en la imperiosa necesidad de hacer algo que se oponga a este. En un mundo que pretende ser una aldea global, escribirse o hablar con desconocidos debería ser lo más normal del mundo, y en cierto modo lo es, con sus funestas y dichosas consecuencias.

Apenas la semana pasada, mientras preparaba el texto que salió publicado en este mismo espacio, hallé un magnífico reportaje sobre la banda que abordé, Babasónicos, escrito más de una década atrás, el cual era por mí desconocido. Cuando culminé su lectura, quedé anonadado, o cual baño de asiento, como diría mi tocayo. Tanto así que me animé a contactar a su autor, otro tocayo (¿o tocajohn?), en este caso argentino, quien afortunadamente tuvo a bien responder a la felicitación que le hice. Ya no establecimos más diálogo porque hasta ahí se limitan mis habilidades como tejedor de redes en estos momentos, sin embargo, con eso me bastó para andar muy feliz y contento por varias horas.

Esto me hace pensar en lo que pasaría si le escribiera a otros autores que me han cautivado, como por ejemplo a Shehan Karunatilaka, cuyo hallazgo este año sin duda ha resultado maravilloso para mi devenir. Siendo él originario de Sri Lanka, un encuentro fortuito en carne y hueso se me antoja poco menos que imposible, aunque si el destino así lo dicta, la serendipia hará de las suyas. Algo que sí puedo asegurar hoy en día es que si mi deseo es comunicarme con él, al menos tendré que hacer algo para propiciarlo. Recientemente estuvo en el Caribe, en un encuentro de escritores en Jamaica. Se me fue una buena.

Gracias a mi buen amigo Shehan he descubierto muchas cosas sobre su insular nación, algunas de las cuales ya he compartido por acá, como el impresionante caso de Sepala Ekanayake del que supe a partir de leer Chinaman. Cuando terminé con esta majestuosa novela, yo era otro. Una parte de mi conciencia me jalaba hacia el océano Índico y, en un afán por seguir explorando esos lares, descubrí que Arthur C. Clarke, el creador del texto sobre el que Kubrick se basó para hacer 2001: Odisea en el espacio, vivió alrededor de cinco décadas por allá.

En consecuencia, ahora me encuentro leyendo por primera vez a este representante insigne de la ciencia ficción, considerado uno de los tres grandes del género -junto a Asimov y Heinlein-, por lo que podría decirse que estoy matando varios pájaros de un tiro. Cuando termine con Las fuentes del paraíso, Heinlein podrá esperar, y así podré comenzar con la segunda novela karunatilakiana, que ya me aguarda, sólo que tengo que ir por ella al otro lado del charco.

Quizá cuando termine esa próxima lectura no me quede más que rendirme y contactar a este hombre ceilanés que tanto admiro y de cuya impronta seguramente escribiré más y más en un futuro.