Hace unas semanas terminé con una novela japonesa que me tuvo entretenido cerca de dos años. En ella, luego de un extraño proceder y casi sin percatarse de ello, los protagonistas desarrollaban su vida en un mundo tal y como este, pero en el que la Tierra en vez de contar con un único satélite natural, de pronto tenía dos y nadie ponía reparo en ello.

La historia me enganchó, pero por más que leí los tres libros que comprenden la obra, nunca supe la razón detrás de las lunas duplicadas. Por eso y otras cosas más he decidido no darle más cuerda a Haruki en tiempos venideros.

Seguro se me pasa.

Por azares del destino, lo siguiente que agarré fue un libro, este sí de ciencia ficción pura, en el que nuevamente nuestro planeta termina adquiriendo un segundo satélite, que en esta ocasión cumple con la función específica de ser el ancla para un megaproyecto: una torre que conecta la superficie terrestre con el cosmos, sin necesidad de naves espaciales.

En Las fuentes del paraíso, Arthur C. Clarke, inspirado por la magnificencia de la roca de Sigiriya en Sri Lanka (que espero algún día conocer en persona), se imagina a un ingeniero, quien después de construir un puente en el peñón de Gibraltar, el cual conecta Europa con el continente africano, se propone la tamaña tarea de construir una especie de elevador a partir de un monolito natural.

El autor británico, además de escribir ciencia ficción -entre los que figura Odisea 2001, que luego llevó Stanley Kubrick al cine- lo fue también de trabajos netamente científicos, como uno de 1945 en el que predijo que algún día las telecomunicaciones se basarían en satélites geostacionarios, algo que se volvería en realidad unas décadas después.

Retomando los textos del científico ruso Yuri Artsoutanov, Arthur Charles dilucida cuál sería el devenir de una empresa de tal envergadura y tan revolucionaria en esta paradisiaca entrega. Para mí fue muy curioso que justo cuando comencé con su lectura en otra novela que leía a la par, el líder de una nación tercermundista se propone, en un acto plenamente megalomaniaco, erigir una torre que llegue hasta el límite del cielo. La Torre Trump mide 202 metros.

Las fuentes del paraíso está repleta de explicaciones y descripciones en cuanto a la tecnología empleada para crear el portento que Vannevar Morgan logra sacar de su mente. Esas partes, si bien necesarias, debo admitir que me las pude muy bien ahorrado. Con lo que me quedo es con la pulcra descripción de las escenas y sentires de los personajes involucrados en cada una de ellas. Sin duda este previo ganador del Hugo y Nébula por Cita con Rama era un profundo conocedor del alma humana.

Tanto me fascinó este mundo que quisiera seguir en su exploración, pero al parecer con un libro su autor tuvo suficiente. Sin embargo, para Cánticos de la lejana Tierra de 1986 (lo siguiente que publicó tras Odisea 2) leo que dejó en segundo plano la descripción minuciosa de los aparatos y en cambio se enfocó en las emociones y las interacciones de los personajes. Ahora sumo otro más a mi lista.

El mismo año en que vio la luz Las fuentes… (1979), otro científico -y tocayo de Clarke-, Charles Sheffield (que nació en Kingston upon Hull y murió en Rockville, MD) publicó La telaraña entre los mundos, novela que usa la misma idea del ascensor espacial. Su compatriota, que volvió a ganar el Hugo y Nébula, comentó que a veces pasa que las ideas se repiten, a lo que podría agregarse que…