Un viaje anual que guarda memoria y fe
Cada diciembre, desde hace tres décadas, María Elena Vázquez llega a Cancún desde Puebla cargada de huipiles, trajes tradicionales, blusas bordadas y accesorios que cuentan historias: sombreros, rebozos, canastas y trenzas de estambre que parecen guardar el olor de su tierra y del camino.
Su destino es siempre el mismo: el Santuario de Nuestra Señora de Guadalupe, en la zona centro de Cancún, donde instala su pequeño puesto para acompañar —con colores, tela e identidad— el fervor guadalupano que envuelve la ciudad del 3 al 12 de diciembre.
El santuario: punto de encuentro para devotos y tradición
Entre rezos, cantos, caravanas de motociclistas, familias que acuden a dar gracias y niñas y niños vestidos de Juan Diego o pastora, María Elena acomoda sus prendas con la calma de quien domina un oficio. Su puesto, ubicado año con año en el mismo lugar de la calle, destaca entre el gris del pavimento: un estallido de rojos, azules y amarillos que también parecen participar de la celebración.

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Ventas afectadas, pero clientes fieles
Aunque conserva los mismos precios desde la pandemia —los trajes infantiles más básicos cuestan 250 pesos—, reconoce que la economía ha golpeado el bolsillo de las familias. Las ventas ya no son como antes.
“Aun así, muchos clientes regresan cada temporada; ya sé lo que buscan y les aparto sus prendas para cuando puedan venir por ellas”, explica mientras acomoda una camisa bordada con flores poblanas. Entre la incertidumbre, también encuentra esperanza en quienes mantienen viva la costumbre de adquirir indumentaria tradicional para las celebraciones guadalupanas.
Fe, familia y artesanía: una tradición que viaja cada año
Para María Elena, este viaje no es solo trabajo, sino reencuentro. Aprovecha su estancia para visitar a la familia que vive en Cancún y para renovar una tradición que conoce desde niña. “Lo hago más bien para mantener la tradición, la fe”, afirma con convicción.
María Elena Vázquez, historia que se entreteje con la ciudad
Su puesto se convierte en lugar de paso y encuentro: vecinos que ya la conocen, devotos que salen de misa, turistas que desean llevarse un recuerdo auténtico y curiosos atraídos por el colorido de sus textiles.
Cada conversación, cada saludo y cada venta forman parte de una historia que María Elena escribe desde hace 30 años: la historia de una artesanía que no solo representa sustento, sino identidad; de una fe que no solo se celebra, también se viste.
Entre el aroma a copal y tamal, y la multitud que crece cada diciembre frente al santuario, la artesana agradece que Cancún la reciba una vez más. Su herencia cultural viaja en cada prenda y, año con año, encuentra su lugar en el fervor guadalupano de una ciudad que también la ha hecho suya.

