Cuando uno se va, es mejor olvidar lo que se deja atrás. Pero, ¿se puede? No del todo. Siempre hay remembranzas y cuentas pendientes. Recibos, paquetes que tienen que llegar, personas con las que uno se tiene que comunicar... En suma, somos seres sociales, "¿O qué, eres acaso un ermitaño?", me dice una maestra a los nueve años y no se me olvida nunca. Otra me regaló un año antes El caballero de la armadura oxidada y una más tarde le comentó a mi mamá que eligiera mejor a mis amistades. Ahora me pregunto cómo sacarle la vuelta a los maestros que nos son impuestos.
Ay la amistad, ese suceso que nos atraviesa y vuelve otros sin que nos demos cuenta. ¿Se puede controlar aquello? Para mí es tan simple como un fenómeno de la naturaleza, sólo se puede prevenir en cierta medida y responder acorde a su impacto.
A momentos llega cual vendaval y es avasallador, otras nos olvidamos de que ocurrió o que puede volver a llegar, aunque ahí siga, subrepticiamente, hasta que reclama nuestra atención. Y hay que estar a la altura, o no, ninguna reacción es obligada. Creo que ahí radica su gran encanto: un amigo comprende. No tiene que ser de inmediato, pero sí con el tiempo.
Compañeros
En este viaje por la República, decidí traer conmigo dos libros a los que les tenía hartas ganas. Esta semana terminé el primero de ellos, en el cual dos viejos amigos se reencuentran en un pequeño castillo de caza en Hungría, al pie de los Cárpatos tras más de cuatro décadas de no saber el uno del otro. Un sentimiento inconmensurable embarga a ambos y conversan hasta que las velas se consumen por completo.
Las preguntas son muchas, y las respuestas, innecesarias. Las palabras expresan más que los gestos, pero son ellos quienes permiten su existencia. Los últimos siempre serán los primeros.
No deseo expresar más por el momento, creo que con esto basta, ahuyentemos a la rizartrosis. Estas son fechas para estar juntos, y aunque no parezca, lo estamos. Nos vemos el año entrante, ahora es preciso ponerse el traje.

