En el torbellino
Por: Kasia Wyderko
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Aún no se nos enfriaba la euforia por el inmenso triunfo de Alfonso Cuarón y su insuperable Roma en la entrega de los Oscar, las burbujas de la champaña seguían emitiendo su festivo sonido, y ya había que prepararse para una nueva explosión de júbilo.
Resulta que los genios mexicanos del celuloide llevan la voz cantante desde hace años no sólo en Hollywood, sino también dominan en el festival de cine más importante, prestigioso y mediático a nivel planetario, el de Cannes.
Lo confirma claramente la noticia que saltó el martes a las primeras planas: el gran Alejandro G. Iñárritu, ganador de dos Oscar, por Birdman y El renacido, será ni más ni menos que el presidente del jurado de la edición 72 del célebre certamen francés, que en mayo próximo reunirá en la Costa Azul a la cr├¿me de la cr├¿me del Séptimo Arte.
Por primera vez un artista mexicano estará al frente del tribunal supremo de Cannes, el que decide la atribución de uno de los trofeos más codiciados del universo del cine, la Palma de Oro.
Recuerdo muy bien cuando, el 28 de mayo de 2006, en la ceremonia de premiación del 59 Festival de Cannes, el entonces presidente del jurado, el hongkonés Wong Kar-wai proclamaba ante un público expectante el nombre del ganador del premio de Mejor Director: Alejandro González Iñárritu, por Babel.
La verdad, todos (la prensa, los críticos, el público) auguraban y deseaban para Babel la Palma de Oro; Babel era la favorita absoluta. En esa ocasión, Iñárritu no la tuvo; el máximo galardón se lo arrebató el veterano británico Ken Loach con El viento que agita la cebada.
Le pregunté en aquella ocasión al virtuoso mexicano qué ambicionaba luego del triunfo de Cannes. Desde su humildad, salpicada de una cierta melancolía, me contestó sin titubear: “Hacer más películas”.
Y vaya que las hizo después, y de qué calibre. En aquella cosecha 2006, bautizada con razón “Mexicanes”, había otra gran presencia mexicana, la de Guillermo del Toro, que arrancó suspiros de fascinación con El laberinto del fauno.
Estoy pensando que en este 2019 los papeles podrían convertirse. Alejandro G. Iñárritu se pondrá del otro lado de la barricada, y tal vez le tocará someter a evaluación alguna obra del antiguo número uno de la suprema corte, Wong Kar-wai, o, ¿por qué no?, de su ex rival del palmarés, el muy socialmente comprometido Ken Loach, quien, por cierto, prepara un filme sobre los nefastos efectos de la uberización de nuestras vidas.
Es enorme lo que está pasando con esta nueva edad de oro del cine mexicano o de mexicanos gracias a íconos tan resplandecientes como Cuarón, Iñárritu, Del Toro o Lubezki, auténticos referentes de los que todo mundo quiere aprender.
Digo enorme porque hace no tanto tiempo, a finales de los noventa, cuando en Europa uno evocaba (ante supuestos expertos) el cine mexicano, la reacción consistía en el mejor de los casos en mencionar María Candelaria o Viva Zapata, con Anthony Quinn, generalmente en un encogimiento de hombros.
Hasta que llegó el victorioso año 2000, y con él, el filme revelación, Amores perros, de un tal Alejandro González Iñárritu, que más tarde diría que la película le trajo su baguette bajo el brazo.
Cannes, presidido en aquel lejano 2000 por Bernardo Bertolucci, se puso en éxtasis ante la obra maestra del mexicano.
La cinta ganó el premio al Mejor Largometraje en la sección Semana de la Crítica en Cannes, para más tarde alzarse con una ráfaga de reconocimientos y aplausos.
Se abría un nuevo e ilustre capítulo en la historia del cine mexicano a través de él, mundial.
Los galardones llueven uno tras otro desde hace ya casi dos décadas. El prestigio internacional se consolida.
Las nuevas cintas deslumbran al público de todos los continentes.
Ya nadie podrá parar esta gloriosa racha que nos enriquece a todos.