Latitudes
Por Alberto Lati
Twitter: @albertolati

Así como los grandes pintores de la historia habrán insistido en que los pincelazos no pueden ser trazados sin sentimiento y los poetas asegurarán que los versos sólo brotan si corresponden a sus más ondas emociones, existen futbolistas que no saben patear el balón más que desde el amor.

Estirpe rara en un deporte donde lo habitual es jugar donde se cobra y no donde se siente (o donde sólo se siente en la medida en que se cobra), lo de Iago Aspas con el Celta es algo diferente, por no decir exótico.

Años atrás recibió la oportunidad de emigrar al Liverpool, donde lució como una mala calca de sí: perseguía afanoso el gol, pero no era lo mismo; pronto recaló en el Sevilla, con un síndrome similar de desarraigo y nostalgia. Iago Aspas está condenado (y, a la vez, bendecido) por la necesidad de portar un uniforme que le despierte pasiones. Asunto restringido a su cuna gallega, en el Celta, o la selección española, con la que nos regaló un hermoso gol en el Mundial de Rusia.

El pasado fin de semana reapareció tras una dilatada lesión. Su impacto al ingresar como relevo fue tan inmediato, que los de Vigo remontaron un 0-2 adverso para vencer 3-2. Ante el milagroso retorno, Aspas sucumbió al llanto: una cosa es vivir los partidos como jugador, otra más presenciarlos como aficionado, algo único el gozarlos a la par desde los dos ángulos. Un adorador de esos colores con la privilegiada oportunidad de vestirlos sobre el césped, así responde Aspas a la tribuna a la que como nadie más comprende.

Casos como los de Francesco Totti, Steven Gerrard, Carles Puyol, Paolo Maldini, Tony Adams, Ricardo Bochini, Giussepe Bergomi, resonaron por haber pertenecido al selecto club de los one man club, esos muchachos que nunca representaron más que a un club (con Gerrard, la mínima excepción se dio en el retiro en la Major League Soccer). La diferencia entre alguien como Aspas y ellos, es que Iago sí emigró, entendió y regresó.

Si Ulises busca Ítaca con desesperación, para este delantero tan combativo como estético, el fin de la nostalgia no guarda misterio: basta con reincorporarse a casa para que todo sea felicidad.

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