Era el primer puente del año y decidimos hacer algo que valiera la pena, explorar nuestros alrededores y disfrutar de las ventajas de vivir precisamente acá. Y así, elegimos ir al Parque del Jaguar, enclavado en el pleno centro del territorio quintanarroense.
Para llegar, hicimos uso de una desastrosa carretera federal 307 que está muy afectada en gran medida debido a las labores por la construcción del Tren Maya (que ya en otra ocasión tocará estrenar y de ello irá otro texto)… el caso es que llegamos a Tulum.
En internet nos indicaban que la entrada estaba por un lado y tanto los militares como trabajadores del Área Natural Protegida (ANP) nos corrigieron, que siempre no, había que dar toda la vuelta. Esta fue la tónica de toda la jornada: información equivocada, o incompleta, por doquier.
A pesar de los retrasos, alcanzamos uno de los últimos lugares en el estacionamiento (que no tiene costo) y procedimos a formarnos en la taquilla (una sola, en fin de semana feriado) para comprar los boletos de ingreso al parque. Aunque era domingo, y el acceso a las ruinas para los mexicanos sigue siendo gratuito, no es así respecto a la entrada al ANP.
Después de más media hora, finalmente nos dieron los brazaletes -me sentí como yendo a Wet ‘n’ Wild, que lamentablemente anunció su cierre la semana pasada- y de tal modo pudimos conocer la gran oferta recreativa del espacio, y me refiero a un museo, miradores, senderos, playas y, por supuesto, los vestigios mayas.
Ya que logramos internarnos al antiguo puesto comercial de la civilización mesoamericana, se borra el cassette. Ahí toda la espera generada por las obras, la desorganización y más, vale la pena. Y aunque vivimos más episodios incómodos, y dejamos pendientes otros -como conocer la librería Educal, es que ya tengo varios libros en fila por el momento-, nos regresamos con un gran sabor de boca.
Reinicio
De algún extraño modo mi celular resintió el viaje y no pudo ser parte del recorrido. Me confié en que por medio de él tomaría notas in situ, pero me fue negada esa posibilidad debido a la traición de la tecnología. Siempre hay que confiar en el lápiz y la libreta.
Ese mismo día fui a que revisaran mi aparato telefónico y sin que me diera cuenta procedieron a borrar toda la información que en él guardaba y que no estaba respaldada. Así, perdí una enorme cantidad de notas, grabaciones y algún detalle más que ahora se me escapa pero que ya llegará a rondarme de madrugada.
Por la noche, resignado, sentí la pulsión de tomar un libro de la pila que se acumula al lado de mi cama. “¿Realmente quieres ponerte a leer eso ahora?” Me lo pensé mejor y lo dejé para el día siguiente, no estaba de buen ánimo.
El lunes temprano ya con mejor humor reafirmé mi intención nocturna y abrí la novela, cuyo primer capítulo termina con este par de oraciones: “Lo que sí creyó es que algunas acciones no tienen marcha atrás, así Iván tendría nuevas y mejores ideas, pero las perdidas jamás serían restituidas en su totalidad, quizá mejoradas. Siempre añoradas”.
Ahora sé por qué era tan necesario leer esas páginas.