Estamos a unas horas de que inicien oficialmente las vacaciones de Semana Santa. Este viernes, miles de niñas, niños y jóvenes de todo México cerrarán sus libretas, guardarán sus mochilas y, en teoría, se despedirán momentáneamente de sus salones de clases.
Digo en teoría porque la cruda y triste realidad es que, para muchos de ellos, estas vacaciones serán puro trámite. ¿Por qué? Porque desde hace más de un mes, no han tenido clases. Y no porque no quieran, sino porque sus maestras y maestros están en paro.
Las protestas del magisterio por las reformas al ISSSTE han encendido los ánimos en todo el país. Y meterse a opinar sobre si es válida o justa la protesta, ¿es correcto que dejen sin clases a millones de estudiantes?, ¿es válido que se tomen las instalaciones de las Secretarías de Educación?, ¿que se cierren vialidades?, es como meterse en camisa de once varas.
Yo como ciudadano, padre y mexicano, no puedo evitar sentirme dividido. Por un lado, entiendo el hartazgo del magisterio. Entiendo que llevan años luchando por mejores condiciones, por un trato más digno, por pensiones justas. No se les puede regatear el derecho a protestar. Nadie debería pasar por alto las razones de fondo que han motivado este paro.
Pero, por otro lado, también preocupa, y mucho, ver cómo se ha dejado a la deriva a toda una generación de estudiantes. Porque mientras se protesta en las calles, en los escritorios, en las mesas de diálogo, hay millones de niñas y niños que simplemente no están aprendiendo. Y eso, perdóneme, también es una forma de violencia.
No se puede normalizar que las escuelas estén cerradas. No podemos ver con indiferencia que los salones estén vacíos y que los padres de familia anden como locos buscando qué hacer con sus hijos mientras trabajan. Y ahí es donde entra la parte esencial de esta historia. Porque, aunque son contados, existen casos que merecen ser reconocidos, aplaudidos y replicados.
Hay maestras y maestros, valientes, comprometidos, verdaderos héroes sin capa, que han decidido seguir dando clases. Sí, en medio del paro, en medio del descontento, han elegido quedarse con sus alumnos. Y eso no es poca cosa. Eso es tener vocación. Eso es poner el bien común por encima del interés grupal. Eso es entender que la educación no puede esperar.
Ahí está, por ejemplo, el caso de la primaria Cuitláhuac, en la Región 509 de Cancún. Una escuela con 410 alumnos matriculados, de los cuales 336 siguen asistiendo gracias a la entrega de 13 docentes que no dejaron su puesto. Así lo informó su director, el maestro Manuel Jesús Dzib Tuz. Y como esa escuela, hay muchas más, en zonas rurales, en comunidades indígenas, en los rincones del Quintanba Roo, donde educar es un acto de resistencia diaria.
También hay que hablar de los esfuerzos que han hecho algunas otras autoridades, por ejemplo, la presidenta municipal Atenea Gómez Ricalde, impulsando actividades educativas integrales para mitigar los efectos de la falta de clases.
Por otro lado, el Sistema DIF Quintana Roo, con su presidenta honoraria, Verónica Lezama Espinosa, a través de los centros de primera infancia y centros de educación infantil validados por la Secretaría de Educación, no han detenido sus actividades, sobre todo en niveles de preescolar. Y eso, créame, ha sido un alivio para muchas madres y padres de familia.
Esta columna es para decir lo que muchos sienten y pocos dicen. Sí, entendemos a las maestras y maestros. Sabemos que sus demandas no son un capricho. Pero también pedimos que no olviden a quienes dependen de ellos. Porque una lucha justa pierde fuerza cuando lastima a inocentes.
A los que se han mantenido firmes en sus aulas, gracias. A los que entienden que educar es un acto de amor, de paciencia, de esperanza, gracias. A las autoridades que han buscado soluciones creativas, gracias también.
Y también va para los padres y madres que, sin ser expertos, se han convertido en guías, en tutores improvisados, en acompañantes del aprendizaje.
La educación es un derecho, no una moneda de cambio. Hay formas de luchar sin sacrificar la educación. Hay maneras de protestar sin dejar vacías las aulas.