Si la definición de bruja moderna fuera “mujer sensible que domina el fuego, educa, teje y apapacha con comida e infusiones”, sin duda las cocineras entrarían de inmediato en esta descripción. Aurora Toledo sería una de ellas, porque en su vida se entrelazan gustos y oficios.

Aunque su carrera fue la de normalista, el amor por la comida siempre estuvo en el camino de esta istmeña oriunda de San Miguel Chimalapa, en donde antes de jugar ayudaba a su madre y padre, Cornelia y Aristeo, a comprimir la leche cuajada o a darle vueltas a la descremadora, para que más tarde vendieran crema.

Ella, la séptima de nueve hermanos, creció entre árboles de pochote y de huanacaxtle, con cuyas flores jugaba a preparar un ponche. Con olotes y palos, Aurora y sus hermanos fabricaban una suerte de molinillo para espumar la bebida, cuenta mientras cierra los ojos y sonríe: “Eso me gusta mucho”.

A los 16 años alcanzó a dos de sus hermanos en el entonces Distrito Federal para estudiar. Fue una etapa en la que gozó de conciertos, bailes de salón, restaurantes diversos y la Cineteca Nacional. “Después de comprar la comida, el dinero que sobraba era para salir. Me acuerdo que si me gustaba algún plato, al día siguiente lo replicaba en casa”.

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Ya siendo maestra, además de cocinar en casa elaboraba huipiles para vendérselos a sus compañeras. “Desde la secundaria mandábamos hacer nuestra ropa con telas diferentes. En el Istmo las mujeres siempre estamos pensando qué ponernos. Siempre algo diferente, que las demás no traigan. Aquí no le tememos al color, además de que nos colgamos todo”, confiesa entre risas la cocinera.

Su primer negocio alternativo fueron los huipiles.  Era “el secreto más guardado de Oaxaca”, según una extranjera que la frecuentaba. “La tuvimos que abrir porque mis hijos me decían que ya no podía diseñar un huipil más sin antes vender todos los que tenía guardados”. Eran tan atractivos, que una vez Francisco Toledo le dijo que “se había arriesgado mucho y que había piezas muy interesantes”.

 

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Un giro inesperado vino tras su divorcio y la responsabilidad de dos niños, Marcos y Germán. Su necesidad le hizo pensar en irse a Nueva York a ganar en dólares, pero la suerte le hizo tomar un cargo en el magisterio como subjefa de proyectos académicos del IEEPO

 

En el tercer año de su cargo comenzó a vender garnachas en casa y al ser tan popular abrió una cafetería con una carta de minillas, tamalitos de elote y de cambray.

 

Sus roles aumentaron a ser mamá, maestra, cocinera y diseñadora. Por ello decidió enfocarse en Zandunga, el negocio que empezó como “una barrita” en la calle Quetzalcóatl y ahora es un restaurante en García Vigil, que cumple 20 años de vida y que ya cuenta con una hermana, La Zandunguera.